En la asamblea se estaba discutiendo dentro de un clima distendido si los porteros debían ser empresas —como sosteníamos los miembros de la comisión junto a otros vecinos—, o empleados nuestros –—como pretendían algunos copropietarios.
Uno de ellos, soliviantado y sin ningún control, afirmaba con prepotencia a diestra y siniestra que los porteros debían ser empleados del edificio. Decía: «Si les pagamos el sueldo y aportamos por ellos en el BPS, dentro del horario correspondiente tienen la obligación de estar trabajando todo el tiempo solo para nosotros, y no estar sentados leyendo o hablando por teléfono, como muchas veces los veo».
Entonces otro copropietario, al que yo consideraba dócil e inofensivo y que hasta el momento se había mantenido paciente (cual cazador al acecho), le lanzó con un dejo de ironía:
—Usted debe ser coherente en las acciones de su vida particular con lo que está diciendo, ¿verdad?
—Por supuesto —respondió el interpelado, con expresión de asombro.
—¿De veras? —repuso el otro con un mohín, y todos los presentes intuimos el sarcasmo.
A continuación, con voz lenta y rígida que me hizo recordar al pegamento mientras se seca, le arrojó:
— Es usted un mentiroso retorcido y un ambiguo, habría que ser ciego, sordo y tonto para no darse cuenta de que la limpiadora del edificio, en horario que corresponde al mismo, trabaja en su apartamento. Y además tengo pruebas de que no la tiene afiliada al BPS.
El prepotente, un trucho total, se calló y su cara se puso roja como una estufa halógena a máxima potencia.
viernes, 12 de diciembre de 2008
Eva con testículos
Se nos estaba haciendo la hora del asado en la casa de mis consuegros, por eso mi esposa —que recorría las góndolas comprando— me pidió que efectuase la cola en una de las cajas del supermercado.
En la fila había pocas personas, delante de mí una chica con sobrepeso y con lentes.
Detrás un individuo también joven, más o menos de mí estatura pues su aliento lo sentía en la nuca.
Ambos portaban canastos de mano con pocos artículos. Como no veía por ningún lado a mi mujer con
su carrito, y a la regordeta de los anteojos le estaba por llegar el turno, hice que el de atrás se adelantara.
Casi de inmediato se armó un gran revuelo, al parecer —porque yo no lo noté— el joven, deslumbrado por el destello aromático de la piel grasienta y sudorosa de la muchachita, se sobrepasó con ella tocándole algo —que tampoco vi.
Esto, en lugar de producirle deleite a «la gorda», la hizo poner al borde de un colapso nervioso.
Dejo escapar un grito de concentrada rabia femenina. Y con la expresión enfurecida de una cobra y el instinto de una hiena, al tiempo que vociferaba: «¿Qué te has creído, rata infecciosa, que soy la puta del universo?», le dio un rodillazo —allí, donde más nos duele a los hombres— que lo dobló.
«Dios se equivocó y le puso testículos a Eva», pensé con ironía.
Tras cartón, apareció —no sé de dónde— un bulto enorme y malhumorado —el novio— , vapuleándolo a golpes de puño hasta voltearlo.
El aprovechado terminó tragicómicamente en el suelo mientras un fluido sanguinolento le brotaba a borbotones de la nariz y la boca. En tanto venía la ambulancia, un médico debió verificar sus constantes vitales.
«¡Qué cagada!»
En Don Peperone de Punta Carretas nos reencontramos los compañeros de la Generación 63 de Facultad.
Alrededor de varias mesas unidas, nos apiñamos cerca de cincuenta personas, dispuestas en dos herraduras: una, integrada por las mujeres que cuchicheaban entre ellas; la otra, por los hombres, que recordábamos
con añoranza nuestras tenidas de fútbol en la vieja cancha de Salud Pública. así como la murga de la Facultad —de la que fui uno de los letristas.
Yo estaba en uno de los extremos de la herradura masculina, y tenía como laderos a la izquierda al Flaco Chispita, siempre alegre y dicharachero, y del otro lado a una compañera que por mucho que me esforzaba no lograba reconocer. Aunque eso después de más de cuarenta años me pasaba con muchos de los presentes.
Su cara era una máscara pálida y arrugada, de ojos sombríos y míseros labios. Yo, por mostrarme cortés, con la mirada fija en ella por encima de la montura de mis lentes, le dije
enfáticamente un cumplido de embusteras palabras:
—Para ti no han pasado los años, estás más joven y bonita que cuando fuimos compañeros.
Ella puso los ojos en blanco y me sonrió, insegura, con una parte de la boca, enseñándome sus incisivos que le daban el aspecto de un perro guardián.
El Flaco, descostillándose de la risa al tiempo que me codeaba, me susurró: «So bestia, no es del grupo, es la esposa de uno de nuestros compañeros, el Pulga».
«¡Qué cagada!», pensé consternado, y no dije más nada en toda la noche.
En cambio ella se sentía el disco de platino, la superestrella. Quedó animada y con la lengua más suelta.
Alrededor de varias mesas unidas, nos apiñamos cerca de cincuenta personas, dispuestas en dos herraduras: una, integrada por las mujeres que cuchicheaban entre ellas; la otra, por los hombres, que recordábamos
con añoranza nuestras tenidas de fútbol en la vieja cancha de Salud Pública. así como la murga de la Facultad —de la que fui uno de los letristas.
Yo estaba en uno de los extremos de la herradura masculina, y tenía como laderos a la izquierda al Flaco Chispita, siempre alegre y dicharachero, y del otro lado a una compañera que por mucho que me esforzaba no lograba reconocer. Aunque eso después de más de cuarenta años me pasaba con muchos de los presentes.
Su cara era una máscara pálida y arrugada, de ojos sombríos y míseros labios. Yo, por mostrarme cortés, con la mirada fija en ella por encima de la montura de mis lentes, le dije
enfáticamente un cumplido de embusteras palabras:
—Para ti no han pasado los años, estás más joven y bonita que cuando fuimos compañeros.
Ella puso los ojos en blanco y me sonrió, insegura, con una parte de la boca, enseñándome sus incisivos que le daban el aspecto de un perro guardián.
El Flaco, descostillándose de la risa al tiempo que me codeaba, me susurró: «So bestia, no es del grupo, es la esposa de uno de nuestros compañeros, el Pulga».
«¡Qué cagada!», pensé consternado, y no dije más nada en toda la noche.
En cambio ella se sentía el disco de platino, la superestrella. Quedó animada y con la lengua más suelta.
Con pasaje de ida y vuelta
Hace pocos días despedimos en el aeropuerto a Cata, la tía de la esposa de mi amigo Juan Carlos.
Para él y sus dos hijos fue un día de fiesta, y lo celebraban cantando: «¡Alegría, alegría, se fue la tía!».
Esta buena señora de setenta y ocho años, viuda hace mucho tiempo y sin hijos, vivía a toda hora en casa de ellos, queriéndolos con amor fiero y trágico pues se caracterizaba por ser el centro del caos y, con su mente demente, la creadora del caos.
Cuando parecían condenados a convivir con su turbulenta presencia, sucedió algo increíble.
La salvación vino con la forma del e-mail que Catalina recibió meses atrás de un antiguo novio, quien en la adolescencia estuvo enamoradísimo de ella.
Él actualmente es viudo, con hijos y nietos, y vive hace muchísimos años en Escocia.
Se ve que tiene un olfato de largo alcance, porque como un sabueso dio con el correo de Cata. La cuestión es que mail va, mail viene, pasajes mediante la invitó a ir y casarse.
La veterana, que ya estaba desahuciada, ni corta ni perezosa agarró viaje enseguida.
Dicen que en su juventud fue una belleza, y él debe haber quedado fascinado por cómo era ella.
Pero ahora es un repelente espanto arrugado, como la superficie de un planeta marchito, y no existe cirujano plástico que pueda plancharla.
De seguro él la va a esperar en el aeropuerto, y soñará románticamente con verla descender del avión: la mano en la barandilla, el pelo largo alborotado y la mirada sensual, como si estuviera posando para una sesión de fotografía sexy, ofreciendo corazón, carne y placer. Pero al ver aquel oscuro ser invernal, con mirada incrédula comprenderá que el fantasma del pasado se ha convertido en un ser real de formas repulsivas, y la mandará de regreso.
Juan Carlos, adelantándose a las circunstancias, ya concertó una especie de pacto con las fuerzas que controlan el universo, según el cual sólo la recibirá si regresa dentro de una caja de madera.
Total… ¿pa’ qué le sirve?
Un infeliz mortal, lastimosamente frío y rígido, resultancia de un accidente, mira resignado desde la altura del reino celestial cómo le efectúan el último y más invasor reconocimiento que jamás le hubiera hecho un médico. Él tiene los ojos apagados y duros como el cobre deslustrado, pero ve a través de los ojos del cielo.
El desdichado murió aplastado por una topadora; de su piel abierta sobresalen grasa, músculo y huesos quebrados, tiene lesiones múltiples, la cavidad abdominal abarrotada de sangre, deshechos el hígado, el bazo, el páncreas y los intestinos. La pelvis hundida le ha triturado la vejiga.
Se encuentra sobre una mesa de acero empapada en sangre, pero lo que más lo fastidia es estar incómodo pues su musculoso brazo izquierdo ha quedado suspendido en el aire.
En este albergue ocasional donde la vida de las personas se convierte en pedazos y partes, un forense —que con su vestimenta parece la caricatura de un marciano que quiere protegerse de una epidemia— lo empieza a cortar con un bisturí, como si abriera a una muñeca de trapo, y sus fluidos se van yendo por el desagüe.
«Oye, ¿qué coño estás haciendo?», quiere gritarle, pero los muertos tienen prohibido hablarle al forense.
Mientras tanto, unos cuantos funcionarios acostumbrados a manejar cadáveres pasan apuro para trasladar a una difunta obesa, a la que colocan en una mesa suficientemente resistente para soportar su formidable peso. El enorme cadáver queda con las piernas dobladas, una más que la otra, como las de una rana, y presenta «carne de gallina», reacción post mortem que hace que parezca que tiene frío.
Sobre la mesa de acero brillante, la infortunada gorda semeja a un capullo a punto de reventar; su panículo adiposo sobresale a diestra y siniestra, desprendiendo a consecuencia de ello un hedor horrible que hace descomponer a su vecino, al que están terminando de disecar.
Ella lo mira con sus ojos severos y pequeños y, al ver aquella fantasmagórica figura toda reventada, con sus órganos desparramados por la mesa, piensa: «Este debe ser el señor Tripas».
Un forense, que se asemeja a una urraca aleteando por la sala, comienza la autopsia de ella pero cuando tiene que cortar sus músculos maseteros necesita el auxilio de otro médico, ya que están muy desarrollados por el excesivo uso masticatorio.
Mientras tanto el examen del señor Tripas ha finalizado, sus órganos diseccionados son colocados en una bolsa plástica transparente, que una vez sellada es cosida a su tórax.
Desde allá arriba él piensa: «¿Cómo no me va a recomponer? …claro que no, es imposible, sería como devolver a un entrecot a su condición de vaca».
El forense lo mete en un saco plástico negro y, cuando va a subir el cierre y decirle «Adiós, buen viaje», se da cuenta de que el difunto está desdentado: no le colocó su dentadura postiza.
Especula: «Total… ¿pa’ qué le sirve?». Pero siente piedad y decide ponérsela.
El rigor mortis se ha desvanecido, el cuerpo ya no se muestra porfiado, la mandíbula no opone intolerancia a la penetración de los dedos del forense, pero las encías exangües no aceptan la dentadura postiza por mucho que el médico hace presión. Ella no encaja.
Él desde arriba quiere chillar: «¿Qué estás haciendo? Está bien que las dentaduras son anónimas, pero esa no es la mía. ¡Qué asco! Te confundiste, me querés colocar la de la gorda y sin limpiarla. La mía está en la mesa de ella. Aquí no hay celular para decirte que salta a la vista que es demasiado pequeña
para mi boca. Carajo, es la dentadura equivocada en el muerto equivocado…
(Jo, menos mal se ha dado cuenta, me van a enterrar desarticulado, pero al menos con mis postizos)».
El desdichado murió aplastado por una topadora; de su piel abierta sobresalen grasa, músculo y huesos quebrados, tiene lesiones múltiples, la cavidad abdominal abarrotada de sangre, deshechos el hígado, el bazo, el páncreas y los intestinos. La pelvis hundida le ha triturado la vejiga.
Se encuentra sobre una mesa de acero empapada en sangre, pero lo que más lo fastidia es estar incómodo pues su musculoso brazo izquierdo ha quedado suspendido en el aire.
En este albergue ocasional donde la vida de las personas se convierte en pedazos y partes, un forense —que con su vestimenta parece la caricatura de un marciano que quiere protegerse de una epidemia— lo empieza a cortar con un bisturí, como si abriera a una muñeca de trapo, y sus fluidos se van yendo por el desagüe.
«Oye, ¿qué coño estás haciendo?», quiere gritarle, pero los muertos tienen prohibido hablarle al forense.
Mientras tanto, unos cuantos funcionarios acostumbrados a manejar cadáveres pasan apuro para trasladar a una difunta obesa, a la que colocan en una mesa suficientemente resistente para soportar su formidable peso. El enorme cadáver queda con las piernas dobladas, una más que la otra, como las de una rana, y presenta «carne de gallina», reacción post mortem que hace que parezca que tiene frío.
Sobre la mesa de acero brillante, la infortunada gorda semeja a un capullo a punto de reventar; su panículo adiposo sobresale a diestra y siniestra, desprendiendo a consecuencia de ello un hedor horrible que hace descomponer a su vecino, al que están terminando de disecar.
Ella lo mira con sus ojos severos y pequeños y, al ver aquella fantasmagórica figura toda reventada, con sus órganos desparramados por la mesa, piensa: «Este debe ser el señor Tripas».
Un forense, que se asemeja a una urraca aleteando por la sala, comienza la autopsia de ella pero cuando tiene que cortar sus músculos maseteros necesita el auxilio de otro médico, ya que están muy desarrollados por el excesivo uso masticatorio.
Mientras tanto el examen del señor Tripas ha finalizado, sus órganos diseccionados son colocados en una bolsa plástica transparente, que una vez sellada es cosida a su tórax.
Desde allá arriba él piensa: «¿Cómo no me va a recomponer? …claro que no, es imposible, sería como devolver a un entrecot a su condición de vaca».
El forense lo mete en un saco plástico negro y, cuando va a subir el cierre y decirle «Adiós, buen viaje», se da cuenta de que el difunto está desdentado: no le colocó su dentadura postiza.
Especula: «Total… ¿pa’ qué le sirve?». Pero siente piedad y decide ponérsela.
El rigor mortis se ha desvanecido, el cuerpo ya no se muestra porfiado, la mandíbula no opone intolerancia a la penetración de los dedos del forense, pero las encías exangües no aceptan la dentadura postiza por mucho que el médico hace presión. Ella no encaja.
Él desde arriba quiere chillar: «¿Qué estás haciendo? Está bien que las dentaduras son anónimas, pero esa no es la mía. ¡Qué asco! Te confundiste, me querés colocar la de la gorda y sin limpiarla. La mía está en la mesa de ella. Aquí no hay celular para decirte que salta a la vista que es demasiado pequeña
para mi boca. Carajo, es la dentadura equivocada en el muerto equivocado…
(Jo, menos mal se ha dado cuenta, me van a enterrar desarticulado, pero al menos con mis postizos)».
Suscribirse a:
Entradas (Atom)