viernes, 12 de diciembre de 2008

Eva con testículos


Se nos estaba haciendo la hora del asado en la casa de mis consuegros, por eso mi esposa —que recorría las góndolas comprando— me pidió que efectuase la cola en una de las cajas del supermercado.
En la fila había pocas personas, delante de mí una chica con sobrepeso y con lentes.
Detrás un individuo también joven, más o menos de mí estatura pues su aliento lo sentía en la nuca.
Ambos portaban canastos de mano con pocos artículos. Como no veía por ningún lado a mi mujer con
su carrito, y a la regordeta de los anteojos le estaba por llegar el turno, hice que el de atrás se adelantara.
Casi de inmediato se armó un gran revuelo, al parecer —porque yo no lo noté— el joven, deslumbrado por el destello aromático de la piel grasienta y sudorosa de la muchachita, se sobrepasó con ella tocándole algo —que tampoco vi.
Esto, en lugar de producirle deleite a «la gorda», la hizo poner al borde de un colapso nervioso.
Dejo escapar un grito de concentrada rabia femenina. Y con la expresión enfurecida de una cobra y el instinto de una hiena, al tiempo que vociferaba: «¿Qué te has creído, rata infecciosa, que soy la puta del universo?», le dio un rodillazo —allí, donde más nos duele a los hombres— que lo dobló.
«Dios se equivocó y le puso testículos a Eva», pensé con ironía.
Tras cartón, apareció —no sé de dónde— un bulto enorme y malhumorado —el novio— , vapuleándolo a golpes de puño hasta voltearlo.
El aprovechado terminó tragicómicamente en el suelo mientras un fluido sanguinolento le brotaba a borbotones de la nariz y la boca. En tanto venía la ambulancia, un médico debió verificar sus constantes vitales.

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