viernes, 12 de diciembre de 2008

«¡Qué cagada!»

En Don Peperone de Punta Carretas nos reencontramos los compañeros de la Generación 63 de Facultad.
Alrededor de varias mesas unidas, nos apiñamos cerca de cincuenta personas, dispuestas en dos herraduras: una, integrada por las mujeres que cuchicheaban entre ellas; la otra, por los hombres, que recordábamos
con añoranza nuestras tenidas de fútbol en la vieja cancha de Salud Pública. así como la murga de la Facultad —de la que fui uno de los letristas.
Yo estaba en uno de los extremos de la herradura masculina, y tenía como laderos a la izquierda al Flaco Chispita, siempre alegre y dicharachero, y del otro lado a una compañera que por mucho que me esforzaba no lograba reconocer. Aunque eso después de más de cuarenta años me pasaba con muchos de los presentes.
Su cara era una máscara pálida y arrugada, de ojos sombríos y míseros labios. Yo, por mostrarme cortés, con la mirada fija en ella por encima de la montura de mis lentes, le dije
enfáticamente un cumplido de embusteras palabras:
—Para ti no han pasado los años, estás más joven y bonita que cuando fuimos compañeros.
Ella puso los ojos en blanco y me sonrió, insegura, con una parte de la boca, enseñándome sus incisivos que le daban el aspecto de un perro guardián.
El Flaco, descostillándose de la risa al tiempo que me codeaba, me susurró: «So bestia, no es del grupo, es la esposa de uno de nuestros compañeros, el Pulga».
«¡Qué cagada!», pensé consternado, y no dije más nada en toda la noche.
En cambio ella se sentía el disco de platino, la superestrella. Quedó animada y con la lengua más suelta.

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