Un infeliz mortal, lastimosamente frío y rígido, resultancia de un accidente, mira resignado desde la altura del reino celestial cómo le efectúan el último y más invasor reconocimiento que jamás le hubiera hecho un médico. Él tiene los ojos apagados y duros como el cobre deslustrado, pero ve a través de los ojos del cielo.
El desdichado murió aplastado por una topadora; de su piel abierta sobresalen grasa, músculo y huesos quebrados, tiene lesiones múltiples, la cavidad abdominal abarrotada de sangre, deshechos el hígado, el bazo, el páncreas y los intestinos. La pelvis hundida le ha triturado la vejiga.
Se encuentra sobre una mesa de acero empapada en sangre, pero lo que más lo fastidia es estar incómodo pues su musculoso brazo izquierdo ha quedado suspendido en el aire.
En este albergue ocasional donde la vida de las personas se convierte en pedazos y partes, un forense —que con su vestimenta parece la caricatura de un marciano que quiere protegerse de una epidemia— lo empieza a cortar con un bisturí, como si abriera a una muñeca de trapo, y sus fluidos se van yendo por el desagüe.
«Oye, ¿qué coño estás haciendo?», quiere gritarle, pero los muertos tienen prohibido hablarle al forense.
Mientras tanto, unos cuantos funcionarios acostumbrados a manejar cadáveres pasan apuro para trasladar a una difunta obesa, a la que colocan en una mesa suficientemente resistente para soportar su formidable peso. El enorme cadáver queda con las piernas dobladas, una más que la otra, como las de una rana, y presenta «carne de gallina», reacción post mortem que hace que parezca que tiene frío.
Sobre la mesa de acero brillante, la infortunada gorda semeja a un capullo a punto de reventar; su panículo adiposo sobresale a diestra y siniestra, desprendiendo a consecuencia de ello un hedor horrible que hace descomponer a su vecino, al que están terminando de disecar.
Ella lo mira con sus ojos severos y pequeños y, al ver aquella fantasmagórica figura toda reventada, con sus órganos desparramados por la mesa, piensa: «Este debe ser el señor Tripas».
Un forense, que se asemeja a una urraca aleteando por la sala, comienza la autopsia de ella pero cuando tiene que cortar sus músculos maseteros necesita el auxilio de otro médico, ya que están muy desarrollados por el excesivo uso masticatorio.
Mientras tanto el examen del señor Tripas ha finalizado, sus órganos diseccionados son colocados en una bolsa plástica transparente, que una vez sellada es cosida a su tórax.
Desde allá arriba él piensa: «¿Cómo no me va a recomponer? …claro que no, es imposible, sería como devolver a un entrecot a su condición de vaca».
El forense lo mete en un saco plástico negro y, cuando va a subir el cierre y decirle «Adiós, buen viaje», se da cuenta de que el difunto está desdentado: no le colocó su dentadura postiza.
Especula: «Total… ¿pa’ qué le sirve?». Pero siente piedad y decide ponérsela.
El rigor mortis se ha desvanecido, el cuerpo ya no se muestra porfiado, la mandíbula no opone intolerancia a la penetración de los dedos del forense, pero las encías exangües no aceptan la dentadura postiza por mucho que el médico hace presión. Ella no encaja.
Él desde arriba quiere chillar: «¿Qué estás haciendo? Está bien que las dentaduras son anónimas, pero esa no es la mía. ¡Qué asco! Te confundiste, me querés colocar la de la gorda y sin limpiarla. La mía está en la mesa de ella. Aquí no hay celular para decirte que salta a la vista que es demasiado pequeña
para mi boca. Carajo, es la dentadura equivocada en el muerto equivocado…
(Jo, menos mal se ha dado cuenta, me van a enterrar desarticulado, pero al menos con mis postizos)».
viernes, 12 de diciembre de 2008
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Buenísimo Hipogloso!!!!
ResponderEliminarEsperamos mas textos.
Divertidísimo humor negro!
ResponderEliminarbrillante... no se esperaba menos
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